domingo, 26 de agosto de 2012

Tras los pasos de Miguel Strogoff


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¿Cómo, por qué y gracias a qué estratagema, estos dos simples mortales sabían lo que tantos otros personajes, y de los más considerables, apenas sospechaban? Nadie hubiera podido decirlo. ¿Era en ellos don de presciencia o de previsión? ¿Poseían un sentido suplementario que les permitía ver más allá del horizonte limitado, a que puede alcanzar toda mirada humana? ¿Tenían olfato particular para husmear las noticias más secretas? Gracias a la costumbre, que había llegado a ser para ellos una segunda naturaleza, de vivir de la información y por la información, ¿se había transformado su naturaleza? Cualquiera se hubiera sentido inclinado a admitirlo así.

Uno de estos dos hombres era inglés, el otro francés, los dos altos y delgados; este moreno como los meridionales de la Provenza, aquel pelirrojo como un gentleman de Lancashire. El anglonormando, acompasado, frío, flemático, sobrio de movimientos y de palabras, parecía no hablar ni gesticular sino por medio de un resorte que funcionaba a intervalos regulares. El galo-romano, por el contrario, vivo, petulante, se expresaba a un tiempo con los ojos, con la boca y con las manos, manifestando de veinte maneras su pensamiento cuando su interlocutor aparentaba no tener más que uno solo, inmutablemente estereotipado en su cerebro.

Estas diferencias físicas hubieran llamado fácilmente la atención del menos observador de los hombres, pero un fisonomista que hubiera mirado un poco más de cerca a los dos extranjeros, habría determinado con claridad el contraste fisiológico que los caracterizaba, diciendo que si el francés era “todo ojos”, el inglés era “todo oídos”.

En efecto, el aparato óptico del uno se había perfeccionado singularmente con el uso. La sensibilidad de su retina debía de ser tan instantánea como la de esos prestidigitadores que conocen una carta sólo por el movimiento rápido del corte o solamente por la disposición de un naipe inadvertido para todos los demás. Aquel francés poseía, pues, en el más alto grado lo que se llama “la memoria del ojo”.

El inglés, por el contrario, parecía especialmente organizado para escuchar y oír. Cuando su aparato auditivo había sido herido por el sonido de una voz, no podía ya olvidarlo y al cabo de diez y aún de veinte años lo reconocía entre mil. Sus orejas ciertamente no tenían la posibilidad de moverse como las de los animales que están provistos de grandes pabellones auditivos. Pero ya que los sabios han constatado que las orejas humanas están “casi” inmóviles, habríamos tenido derecho a afirmar que las del susodicho inglés se enderezaban, se retorcían, se inclinaban, tratando de percibir los sonidos de una manera algo visible para el naturalista.

Conviene observar que esta perfección de la vista y del oído en los dos hombres les servía maravillosamente en su profesión, porque el inglés era corresponsal del Daily-Telegraph, y el francés corresponsal de... No decía de qué periódico o periódicos, y cuando se lo preguntaban respondía jovialmente que era corresponsal de “su prima Magdalena”. En el fondo, aquel francés, bajo su apariencia ligera, era muy perspicaz y muy astuto. Aunque a veces hablaba a tontas y a locas; quizá para ocultar mejor su deseo de saber, no se dejaba descubrir jamás. Su misma locuacidad le servía a veces para callarse y acaso era más cerrado, más discreto que su colega del Daily-Telegraph. Y ambos asistían a la fiesta dada en el Palacio Nuevo en la noche del 15 al 16 de julio en calidad de periodistas y para la mayor edificación de sus lectores.

Excusado es decir que aquellos dos hombres estaban apasionados por su misión en este mundo, que gustaban de lanzarse como hurones tras la pista de las noticias más inesperadas, que nada los espantaba ni arredraba para lograr su objeto, y que poseían la imperturbable sangre fría y el valor verdadero de la gente del oficio. Verdaderos jockeys de aquel steeplie-chase, de aquella caza de noticias, salvaban de una zancada los vallados, atravesaban los ríos, saltaban las barreras con el ardor incomparable de los corceles de pura sangre que quieren llegar “los primeros y con ventaja” o morir.

Por lo demás, sus periódicos no les economizaban el dinero, que es el elemento de información más seguro, más rápido y más perfecto que se conoce hasta el día. Debe añadirse también, y en su obsequio, que ni uno ni otro miraban ni escuchaban jamás lo que pasaba dentro de las paredes de la vida privada y que no obraban sino cuando se trataba de intereses políticos o sociales. En una palabra, hacían lo que desde hace algunos años se llama “el gran reportaje político y militar”.
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Así presenta Julio Verne a los dos periodistas que son el hilo conductor de su fantástica novela Miguel Strogoff, el correo del zar (1876). Una aventura maravillosa que a mí desde muy pequeña me hizo soñar con ser como esos dos singulares personajes que nos permiten observar la acción desde el Palacio Nuevo hasta Irkutsk en pos del héroe protagonista a través del hielo y los múltiples peligros que al señor Verne le pareció oportuno colocar en el camino.

...Y sinceramente, tras leer esta descripción ¿quién no desearía ser como uno de esos dos intrépidos hombres?


2 comentarios:

  1. Tan intrépidos y valientes como mi birrita!! ^^

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    1. Cuando leí este libro fue la primera vez que pensé "eso es lo que yo quiero hacer"... ¡a ver si puedo!

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