sábado, 23 de febrero de 2013

La noche de las mandarinas


Como si le fuera la vida en ello. Así lloraba. Desconsolado. Tanto que hipaba. Con su uniforme de soldado que estaba disfrutando las delicias de la hoy ya casi olvidada mili. Bajando las escaleras mecánicas del metro. A lágrima viva. Ella paró a ver qué le ocurría al pobre chaval. “¡Han dado un golpe de Estado!, ¡han tomado el Congreso!” Ella le miraba de hito en hito. ¿Es que siempre tenía que pararse a hablar con el más loco, por Dios? “¿Qué dices, cómo que han dado un golpe de Estado?, ¿quiénes…?” Toda la gente observaba al tipo, incapaz de calmarse, y se miraban entre ellos. El pobre muchacho entre lágrimas y mocos trataba de contestar… estaba absolutamente acojonado: ¿por qué le había tenido que tocar mientras hacía la mili…? Y de repente alguien lo confirma, “que sí, que es verdad, que lo están diciendo por la radio…”. Desde luego aquello no aportó nada de calma al ambiente.

Era cierto. Habían dado un puñetazo en la mesa de la recién nacida democracia. Corría el año ochenta y uno y hacía poco más de cinco años que se había muerto el dictador. Unos tipos con trajes militares y profusos bigotes pretendían hacerse con el poder. Se nos estaba yendo de madre el país, pensaban ellos. Aquel chaval que se deshacía en sollozos tenía razón y el hombre del transistor, también. La pobre muchacha que terminó por creerle era mi madre, que había quedado con el que entonces era su novio. Ella vivía en Móstoles, que hoy está muy cerca del centro de Madrid pero entonces ir y venir era toda una odisea. Preocupada, como es normal, quería ponerse en contacto con los suyos así que fueron a casa del entonces novio y actual marido, y llamaron por teléfono. Era imposible. No había modo de localizar a nadie: ni su hermano, ni su madre, ni su padre. Y mientras, la radio y la tele en marcha malcontando como se podía lo que estaba ocurriendo. La falta de comunicación cada vez resultaba más inquietante así que decidió volver al hogar, otra vez a coger la camioneta e iniciar ese largo viaje. Mi padre la acompañó, como siempre, siguiendo el mismo camino de siempre. Sólo que esta vez no iban tan despacio y no se pararon a tomar una caña porque no se trataba de ningún paseo. En Móstoles todo resultó estar en calma, toda la familia estaba bien. Ahora, cada uno desde su casa, siguieron las escasas y turbulentas noticias que se daban sobre el único tema del día.

La información era limitada y desde luego no muy alentadora. Los periodistas en el Congreso estaban acogotados y aun así trataron de seguir haciendo su trabajo: comunicar. Pedro Francisco Martín grabó las celebérrimas imágenes; casi media hora de Historia conservada en su cámara. Cuando le dijeron, «no intentes tocar la cámara que te mato; desenchufa eso» en lugar de apagar el aparato, sólo desconectó el piloto rojo y cada instante fue retransmitido a sus jefes y después escondido bajo el sillón del director general de RTVE. Pedro Sorela tuvo el dudoso honor de entrevistar a Tejero, fue el único periodista que lo hizo. Al parecer al teniente coronel, que no teniente como le llamó el plumilla, no le terminó de caer en gracia aquel joven de Europa Press y la entrevista no fue demasiado larga. Pero el caso es que fue.

Mientras tanto la mayor parte de los españolitos estaban pegados al transistor y a la tele como si no hubiera mañana. Mejor dicho, por si no había un mañana. En Valencia los tanques se paseaban por las calles de la ciudad y aquello no debía de resultar nada tranquilizador. Menos, para quienes acababan de vivir una dictadura. Aún menos, para quienes incluso habían vivido una guerra. Las ondas fueron en muchos sentidos protagonistas aquella noche, aquella madrugada. Cuando ya era día 24, concretamente la una y catorce minutos, el rey apareció en las pantallas de los televisores. Era un monarca que venía directamente heredado de un tirano de la altura de Franco y muchos desconfiaban de él. Lo cierto es que tampoco ahora se puede decir que la Casa Real esté boyante y reciba un gran apoyo popular, pero en aquel instante Juan Carlos I se ganó el respeto y el cariño de muchos ciudadanos españoles. “…Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del Congreso y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles y a la junta de jefes del Estado Mayor que tomen todas las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente…”. Tras aquellas palabras debió escucharse un suspiro de alivio en manzanas a la redonda. Una especie de exhalación catártica colectiva.

Mi padre devoraba mandarina tras mandarina. Nunca me ha quedado claro cuántas pudo engullir. Lo cierto es que él nunca ha sido de muy buen comer, pero cada vez que me lo cuenta había más fruta entre sus manos. ¿Un par de kilos quizá? Sospecho que al menos uno sí caería y la verdad es que ya está bien para que sea de una sentada, pero la tensión nerviosa lo requería. También a él le hicieron detener momentáneamente su hercúlea tarea carpantiana las palabras del monarca.

Mi madre se encontraba tendida sobre su cama junto al transistor que había colocado en la almohada, pegado a su cabeza. Llegó a escuchar aquel famoso discurso pero quién sabe cuándo se durmió. Mi padre, una vez agotadas todas las mandarinas dulces, amargas y de cualquier tamaño que hubiera podido atrapar entre sus dedos, también se dejó tentar por Morfeo. Eso calculamos que fueran ya las 5 de la mañana, poco antes del alba… quizá antes o después, es otro dato un poco difuso, como la cuestión frutera. Al día siguiente nadie trabajó demasiado porque había mucho de lo que hablar. Casi todos habían trasnochado, atentos a lo que podiera suceder y no llegaron a la hora acostumbrada.

La indigna imagen de los militares saltando por las ventanas del Congreso ha quedado grabada en muchas retinas. Igual que la manifestación que puede ser recordada como una de las más multitudinarias que han tenido lugar en nuestro país. Hay miles de historias de aquel día terrible que mantuvo con angustia a casi toda la población de este pedazo de tierra. Hay tantas historias como personas que lo vivieron, pero para mí el 23-F siempre será “la noche de las mandarinas”.



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