Como si le fuera la
vida en ello. Así lloraba. Desconsolado. Tanto que hipaba. Con su uniforme de
soldado que estaba disfrutando las delicias de la hoy ya casi olvidada mili. Bajando
las escaleras mecánicas del metro. A lágrima viva. Ella paró a ver qué
le ocurría al pobre chaval. “¡Han dado un
golpe de Estado!, ¡han tomado el Congreso!” Ella le miraba de hito en hito.
¿Es que siempre tenía que pararse a hablar con el más loco, por Dios? “¿Qué dices, cómo que han dado un golpe de
Estado?, ¿quiénes…?” Toda la gente observaba al tipo, incapaz de calmarse,
y se miraban entre ellos. El pobre muchacho entre lágrimas y mocos trataba de
contestar… estaba absolutamente acojonado: ¿por qué le había tenido que tocar
mientras hacía la mili…? Y de repente alguien lo confirma, “que sí, que es verdad, que lo están diciendo
por la radio…”. Desde luego aquello no aportó nada de calma al ambiente.
Era cierto. Habían
dado un puñetazo en la mesa de la recién nacida democracia. Corría el año ochenta
y uno y hacía poco más de cinco años que se había muerto el dictador. Unos
tipos con trajes militares y profusos bigotes pretendían hacerse con el poder.
Se nos estaba yendo de madre el país, pensaban ellos. Aquel chaval que se
deshacía en sollozos tenía razón y el hombre del transistor, también. La pobre
muchacha que terminó por creerle era mi madre, que había quedado con el que
entonces era su novio. Ella vivía en Móstoles, que hoy está muy cerca del
centro de Madrid pero entonces ir y venir era toda una odisea. Preocupada, como
es normal, quería ponerse en contacto con los suyos así que fueron a casa del
entonces novio y actual marido, y llamaron por teléfono. Era imposible. No había
modo de localizar a nadie: ni su hermano, ni su madre, ni su padre. Y mientras,
la radio y la tele en marcha malcontando como se podía lo que estaba ocurriendo.
La falta de comunicación cada vez resultaba más inquietante así que decidió
volver al hogar, otra vez a coger la camioneta e iniciar ese largo viaje. Mi padre
la acompañó, como siempre, siguiendo el mismo camino de siempre. Sólo que esta
vez no iban tan despacio y no se pararon a tomar una caña porque no se trataba
de ningún paseo. En Móstoles todo resultó estar en calma, toda la familia
estaba bien. Ahora, cada uno desde su casa, siguieron las escasas y turbulentas
noticias que se daban sobre el único tema del día.
La información era limitada
y desde luego no muy alentadora. Los periodistas en el Congreso estaban
acogotados y aun así trataron de seguir haciendo su trabajo: comunicar. Pedro
Francisco Martín grabó las celebérrimas imágenes; casi media hora de Historia
conservada en su cámara. Cuando le dijeron, «no intentes tocar la cámara que te mato; desenchufa eso» en lugar
de apagar el aparato, sólo desconectó el piloto rojo y cada instante fue
retransmitido a sus jefes y después escondido bajo el sillón del director
general de RTVE. Pedro Sorela tuvo el dudoso honor de entrevistar a Tejero, fue
el único periodista que lo hizo. Al parecer al teniente coronel, que no
teniente como le llamó el plumilla, no le terminó de caer en gracia aquel joven
de Europa Press y la entrevista no fue demasiado larga. Pero el caso es que
fue.
Mientras tanto la
mayor parte de los españolitos estaban pegados al transistor y a la tele como
si no hubiera mañana. Mejor dicho, por si no había un mañana. En Valencia los
tanques se paseaban por las calles de la ciudad y aquello no debía de resultar
nada tranquilizador. Menos, para quienes acababan de vivir una dictadura. Aún
menos, para quienes incluso habían vivido una guerra. Las ondas fueron en
muchos sentidos protagonistas aquella noche, aquella madrugada. Cuando ya era
día 24, concretamente la una y catorce minutos, el rey apareció en las
pantallas de los televisores. Era un monarca que venía directamente heredado de
un tirano de la altura de Franco y muchos desconfiaban de él. Lo cierto es que
tampoco ahora se puede decir que la Casa Real esté boyante y reciba un gran
apoyo popular, pero en aquel instante Juan Carlos I se ganó el respeto y el
cariño de muchos ciudadanos españoles. “…Ante la situación
creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del Congreso y para evitar
cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles
y a la junta de jefes del Estado Mayor que tomen todas las medidas necesarias
para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente…”. Tras
aquellas palabras debió escucharse un suspiro de alivio en manzanas a la
redonda. Una
especie de exhalación catártica colectiva.
Mi padre devoraba
mandarina tras mandarina. Nunca me ha quedado claro cuántas pudo engullir. Lo
cierto es que él nunca ha sido de muy buen comer, pero cada vez que me lo
cuenta había más fruta entre sus manos. ¿Un par de kilos quizá? Sospecho que al
menos uno sí caería y la verdad es que ya está bien para que sea de una sentada,
pero la tensión nerviosa lo requería. También a él le hicieron detener
momentáneamente su hercúlea tarea carpantiana las palabras del monarca.
Mi madre se
encontraba tendida sobre su cama junto al transistor que había colocado en la
almohada, pegado a su cabeza. Llegó a escuchar aquel famoso discurso pero quién
sabe cuándo se durmió. Mi padre, una vez agotadas todas las mandarinas dulces,
amargas y de cualquier tamaño que hubiera podido atrapar entre sus dedos,
también se dejó tentar por Morfeo. Eso calculamos que fueran ya las 5 de la
mañana, poco antes del alba… quizá antes o después, es otro dato un poco
difuso, como la cuestión frutera. Al día siguiente nadie trabajó demasiado
porque había mucho de lo que hablar. Casi todos habían trasnochado, atentos a
lo que podiera suceder y no llegaron a la hora acostumbrada.
La indigna imagen de
los militares saltando por las ventanas del Congreso ha quedado grabada en
muchas retinas. Igual que la manifestación que puede ser recordada como una de
las más multitudinarias que han tenido lugar en nuestro país. Hay miles de
historias de aquel día terrible que mantuvo con angustia a casi toda la
población de este pedazo de tierra. Hay tantas historias como personas que lo
vivieron, pero para mí el 23-F siempre será “la noche de las mandarinas”.
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